Ruta por El Valle y el Cañon del Colca.

Para llegar al Valle del Colca, has de recorrer en bus un trayecto de cuatro horas por una solitaria carretera y atravesar el Páramo de Cañahuas, a unos 4.000 metros de altura. Cuatro horas en las que recorres una extensión infinita de desierto de polvo volcánico sembrado de toscas piedras, cactus y dunas petrificadas bajo un sol aplastante. Allá a lo lejos se dibujan las cumbres nevadas del Sabancaya y el Hualpahualpa, asomando entre las ardientes dunas, y no puedes evitar un escalofrío ante dos visiones tan opuestas. Al final del trayecto la pampa se ve salpicada de verdes humedales, como la laguna de Salinas, donde pacen vicuñas y alpacas, ajenos al ronroneo de los pocos motores que crepitan desde la carretera.

Decidimos dejar atrás la ciudad de Chivay y quedarnos en el pequeño pueblo de Yanque, para después llegar hasta Achoma y Pinchollo caminando. Estos pequeños pueblos son un puñado de grises casitas de adobe que se aplastan contra el suelo con brillantes tejados de zinc. Las calles están cubiertas de polvo y piedras. Son pueblos solitarios que aprecen abandonados hasta que sus gentes regresan de las chacras al atardecer. A la humildad y desamparo de las casas agrietadas, se contraponen las siluetas de las magníficas iglesias que emergen en las plazas apuntando al cielo, de piedras blanquísimas, despropor-cionadamente grandes por fuera, pero huecas y sencillas por dentro.

En Yanque, el primer pueblo del Valle del Colca, nos quedamos un día entero. El paisaje que rodeaba la pequeña aldea nos impresionó. Todas las montañas están trilladas de incontables terrazas agrícolas hasta perderse en las profundidades del valle. Estas terrazas arañadas en la tierra son antiquísimas, del periodo pre-inca de los kolawas (1.200 d.C), pero hoy en día se siguen cultivando como antaño. Están dispuestas en forma de anfiteatro para aprovechar mejor el agua de las lluvias y evitar la erosión del suelo. Visitamos las ruinas de Uyu Uyu, a 5km del pueblo, una antigua aldea kolawa (pre-inca), con una curiosa historia: cuentan que “bajo el mandato del virrey español Toledo, que creó las “reducciones de indígenas” para los trabajos forzados, la aldea fue quemada por completo con todos sus habitantes dentro por el Capitán Lope de Suazo. De esta cruel masacre, quedó sólo un sobreviviente al que se le apareció la imagen del Señor de la Exaltación, y en sus intentos de trasladarla a Yanque, la imagen desapareció para siempre, dejando una maldición eterna para las gentes que allá quedaron: la planta sagrada de la coca se convirtió en espina, y toda el agua se secó, quedando tan sólo un pozo para los pajaritos”. En la actualidad, todo el valle es un entramado de canales que dan de beber a ese campo que quedó maldito y sediento.

Aparte de Uyu Uyu y las terrazas, Yanque es peculiar por sus Baños de agua caliente que provienen de una grieta en la montaña, próxima a un geiser natural, que provee las piscinas de agua y las mantiene a 35º. Allá bajamos al atardecer, junto con una docena de lugareños, a relajarnos viendo ascender la luna.

Al dia siguiente, sobre las 6.00, nos encaminamos hacia Achoma (8km), que resultó ser un pueblo casi idéntico a Yanque, tanto por sus polvorientas y grises casitas, como por los alrededores de montañas arañadas por las antiguas terrazas. Desde el alto mirador de la Cruz, si miras a tu derecha, puedes deslumbrarte con el brillo de sus ordenados tejados de zinc, y si volteas a tu izquierda, el valle quebrado por el Colca se desgrana en innumerables y verdes terrazas.

Desde Achoma, bus a Pinchollo, que tardó más de 2 horas en llegar, y que nos permitió conocer a Robert y con el que aprendimos algo de la jerga popular peruana, como, ejem: “arráncate!, mi chocheera, mi pata, es chévere, es baaacal”. Cuando llegamos, ya era noche cerrada, y nos asustó no encontrar alojamiento ni comida, ya que cuando llegamos al minúsculo pueblo estaba completamente a oscuras y las pocas sombras de la plaza a las que preguntábamos sólo nos lanzaban evasivas. Por fin, conseguimos cama, y una cena, en compañía, a base de sopa de maíz y arroz por 1 sol (0,20cc!).

A la mañana siguiente, vuelta a caminar 2 horas por “pura carretera nomás” hacia la Cruz del Cóndor, un mirador en plena falla del Colca donde, desde muy temprano, puedes observar el vuelo de estos enormes pájaros. Desde este lugar, puedes divisar casi en su total extensión, el Valle del Colca, que se asienta en una de las fallas de la corteza terrestre más profundas de la Tierra. Es una herida abierta espectacular, de 100 km de longitud y más de 3.400 metros de profundidad, entre los impresionantes volcanes Coropuna (6.425 m) y Ampato (6.310 m). Mirar hacia cualquier dirección, te hiela la vista.

Después de ver a un par de cóndores sobrevolar las cumbres, tomamos un bus dirección Cabanaconde (pueblo al borde mismo del Cañón del Colca). En el asiento de atrás, viajaba absorto Chippy, un neozelandés que horas después conoceríamos mejor, ya que Rubiol estaba demasiado ocupado en hacer pajaritas de papel para todos los niños del autobús…

En Cabanaconde, nos preparamos para descender al Cañón al día siguiente. Pese a la insistencia de la gente para que lo recorriéramos con un guía local, decidimos hacerlo solos para ganar algo más de independencia y poder cambiar la ruta en cualquier momento.

Aquí está nuestro “detallado y topográfico” mapa de partida del Cañón del Colca:
(donde uno no sabe que es subida o bajada, y donde por supuesto, no aparecen los innumerables caminitos falsos que tuvimos que descartar!)



Empezamos a caminar sobre el borde mismo del cañón, estudiando a cada paso su profundidad, antes de precipitarnos por un descenso hacia sus abismos. Cuando bajamos los primeros 1200m por un camino zigzagueante al borde del precipicio, te da la sensación de colarte por una grieta gigantesca hasta las entrañas de la Tierra. La primera parada, después de 4 horas de bajada, fue para tocar la profundidad del Cañón en un tramo de las orillas humeantes del río Colca. Allá la grieta de la falla está abierta y el latido del planeta brota en forma de Geiser natural de aguas burbujeantes. Allá nos bañamos en una pequeña poza tibia, nacida del río y rodeada de cañas, donde se mezclaba la helada agua de lo más alto de las montañas y la hirviente y sulfatada de lo más profundo de la tierra.

Continuamos hasta Llahuar para descansar y pasar la noche, una aldea donde Yola y Claudio, alquilan cabañas de caña y camas con somier de piedra!, al borde del río Colca. La sinuosa y líquida canción del río, es el mejor recuerdo de aquella noche.

Al día siguiente nos pusimos de nuevo en camino hacia el pueblo de Llatica, desviándonos esta vez por el río Huaruro. El tañir de las campanas a toque de piedra en una triste melodía, nada más atravesar sus puertas, nos recordó que era 1 de noviembre, día de Todos los Santos. (Es una sensación extraña darte cuenta de que es fiesta en tu país, pero la distancia la ha borrado de tu calendario). Después de que unos aldeanos nos indicaran cómo continuar nuestro camino, llegamos al cabo de 3 horas a Fure.

Fure es una pequeña aldea de sencillas cabañas de adobe que se asienta en la falda de una escarpada montaña resiguiendo el camino hacia la Cascada. No disponen de luz eléctrica ni agua potable, y los recursos son muy escasos ya que viven a más de 8 horas a pie de Cabanaconde. Allá Lucy, una niña dulcísima de 13 años nos recibió y nos llevó correteando hasta su hospedaje: una sencilla habitación de adobe y suelo de tierra donde pasaríamos la noche con unas velas. Queríamos acercarnos hasta la cascada (3 horas más!) así que la niña y su madre nos prepararon un rico almuerzo a base de huevos, arroz, papas y zanahoria, que nos llevamos para comer allá.

A la Cascada del Huaruro se llega por un sendero rocoso que resigue la estela del río del mismo nombre. El camino estrecho desaparece de vez en cuando sepultado por desprendimientos que hacen vomitar las montañas. Cada vez que salvas uno, caminando de puntillas por las afiladas rocas despeñadas con sumo cuidado y en absoluto silencio, observas de soslayo, algo más arriba, las descomunales rocas que no cayeron y que descansan a pocos metros como auténticos gigantes dormidos a punto de despertar y arrojarse al vacío. Entonces, en un recodo del camino la descubres de lejos, majestuosa, la Cascada. Está enfilada en una gigantesca pared de piedra, desde donde se precipita impune. Según te vas acercando, deseas tocarla, llegar a ella, pero el estruendo de sus aguas al caer te ensordece y una nube de gotas agua helada te hace estremecer. Es un Santuario natural. Todo lo que te rodea simplemente, te empequeñece. Te sientes tan vulnerable y frágil, que a los pocos minutos, sientes la necesidad de respirar hondo y encontrar tu camino de vuelta a la humanidad.

Nos despedimos de Fure a la mañana siguiente, después de tomar unos panqueques riquísimos y té de moña (hierba luisa). 5 horas más de caminar hasta el Mirador Apacheta sembrado de cactus y llegar a las terrazas de Malata, para descender después hasta el Oasis de Sangalle. El camino ese día fue duro, labrado en la roca, sólo acompañados por el vuelo sigiloso de algún águila en el cielo, y el saltar al precipicio de las lagartijas suicidas que moran los ribetes del seco camino.

La llegada a Sangalle la celebramos con un baño en la piscina de agua natural y un buen almuerzo de arroz con palca (aguacate). Allí conocimos y cenamos con David ;) para regresar al día siguiente muy temprano, por una empinada subida de vuelta al mundo, al punto de partida, Cabanaconde.

Rajol.

1 comentarios:

Ana dijo...

Nunca habia oido hablar del Valle del Colca. Que buena explicacion de la experiencia. Me lo apunto a mi lista de cosas que hacer en esta vida...