Mientras nos probamos las botas y el casco, Antonio, excitado, no para de hablar. Lo sabe todo sobre las minas. No en vano, trabajó allá desde los 12 años. Lo observo en silencio y fija en mis ojos una sonrisa abierta de pozo oscuro.
A los pocos minutos, estamos enfundados en unos monos amarillos talla XXL, botas negras, casco rojo con una luz imponente, y batería en la espalda. Tomamos un microbús, que nos lleva a lo alto del cerro. Al bajar, y pasear por las calles, mis pasos son lentos y torpes, y me siento como una auténtica astronauta, respirando con dificultad, en la superficie de la Luna. Antonio, entonces, nos lleva de compras callejeando por el mercado del Calvario, donde nos aprovisionamos de lo indispensable, es decir, varios cartuchos de dinamita con su mecha y detonador correspondiente, bastante coca, cigarrillos sin filtro y 1 litro de alcohol potable de 96º. Estos serán nuestros regalos para los mineros que nos esperan.
Al fin en la entrada de la mina. Un simple agujero excavado en la tierra, oscuro y tenebroso. Sus paredes de tierra están salpicadas de una sangre negra y vieja. En el último sacrificio de la llama, toda la comunidad se reunió en la entrada del agujero rogando por la abundancia de mineral y porque la muerte no atormente a los mineros que se adentran en él, día tras día. Ocho millones de mineros han muerto desde que el Cerro fue descubierto en 1546. La enfermedad de la Silicosis, las explosiones imprevistas e inhalar gases mortales, son la gran amenaza.
Varios niños nos cortan el paso con sus bandejitas de piedras de colores y nos piden que le compremos. Retuercen las piedras brillantes entre sus pequeños dedos mientras nos miran con los ojos brillantes despuntando entre sus caritas cubiertas de hollín. Son los hijos de los mineros, algunos se quedan rondando las minas, otros bajan a Potosí a buscar otro tipo de plata, ayudando en la venta ambulante o limpiando nichos en el cementerio. Más tarde, con 12 ó 14 años, empujarán pesadas vagonetas cargadas con 16 toneladas de piedra, recorriendo los largos túneles de la mina, por 150 bolivianos (15€).
Una vez en los túneles, caminamos con las botas sumergidas en densos charcos amarillos, agachados sobre nuestras rodillas, rozando con los codos y el casco la rugosa superficie de la Tierra. El oxígeno falta y un aroma agrio a amianto se revuelve por las cavernas antes de entrar fríamente en nuestros pulmones. El sonido del aire comprimido escapando por los tubos y el traqueteo de las vagonetas se ve interrumpido por el sonido perdido y desacompasado de unos martillazos sordos contra una roca lejana. Un mundo extraño aparece ante nuestros ojos que hacen un esfuerzo por acostumbrarse a la oscuridad. Cavernas terrosas que se multiplican adentrándose en las entrañas de la tierra, engulléndonos, ¿cómo saber cual de ellas es la que te lleva de nuevo a la superficie?
Después de recorrer varias grutas, damos con una galería adornada de finas estalactitas de óxido de zinc y cubierta de venitas de estaño y plata. Hay también una polea con una cuerda que pende y se agita, como una cola de lagartija, en las profundidades de un agujero sin fondo. ¡Por fin mineral! Un amasijo de luz y sudor golpea con fuerza la pared. Se gira hacia nosotros con brusquedad, con el martillo en la mano. Es un minero amigo de Antonio. Nos cuenta, con la mejilla convertida en una bola, a reventar de hojas de coca, que sigue el rastro de una vena de la tierra que le está dando “harto plata”. En tres días quizás conseguirá reunir un saco de 40 o 50 kg de piedra cubierta de polvo de plata o zinc por el que le darán unos 150 bolivianos. El minero de Potosí es un hombre recio, de palabras secas y mirada dura. Parece que en algún momento se transformó en la piedra que rompe cada día. Se cuenta, que cuando hay conflictos sociales y el minero se enfada y baja a la ciudad, la gente se esconde en sus casas y cierran puertas y ventanas, aterrada. Se cuenta que cuando el minero baja, baja con dinamita dispuesto a todo.
En las minas no hay mujeres. Es un mundo de hombres. Se dice incluso que es peligroso que las mujeres bajen, pues la Pachamama (la Tierra) que también es mujer, se encela tremendamente y podría esconder, con rencor, los minerales.
Y, por fin, el Tío. Nos espera agazapado en su caverna, al final del recorrido. El Tío es el Diablo. Un Diablo esculpido en barro, coronado por enormes cuernos y ojos incrustados de canica. Allá dentro el Tío es el dueño de todo. El minero de Potosí cuando está fuera de la mina cree en una Virgen impuesta, pero dentro, se encomienda al Diablo porque allá abajo es el único que mitiga sus penas, él único que ve sus manos ensangrentadas y siente su espalda quebrada por el dolor. El Tío tiene su propia capilla, cubierta de las más preciadas ofrendas: montañas de hojas de coca y charcos de alcohol. Existen infinidad de historias inverosímiles sobre su poder. El minero le respeta y le teme, pero aún así, lo adora y hay ciertos rituales que todos, sin excepción, cumplen. Por ejemplo: cubren de hojas de coca su cabeza, para ganar en concentración; sus hombros, para poseer la fuerza necesaria para extraer el mineral; sus piernas, para que les conduzca hacia la salida; y por último, cubren la tierra, para pedirle fertilidad, que sea rica en minerales. Después también vierten sobre Él, alcohol para que beba, y posan en sus labios de barro, un cigarrillo, para que fume. Este ritual es importantísimo para ellos: por Él y para Él trabajan, y Él los cuida.
Al salir de los oscuros túneles, la luz penetrante del sol nos ciega, y el oxígeno vuelve a hinchar nuestros pulmones. Me siento aturdida y débil, pero feliz de estar de nuevo arriba. Miro a Antonio sacudiéndose el polvo y su sonrisa vuelve a brillar.
Gracias, Antonio, por hacernos ver el horror de la mina con tus ojos. Esa mina de la que escapaste hace unos años, volando sobre el lomo de los libros. Gracias por mostrarnos también tu gran sueño, un sueño que ya está al alcance de tus manos. Qué fuerte eres.
A los pocos minutos, estamos enfundados en unos monos amarillos talla XXL, botas negras, casco rojo con una luz imponente, y batería en la espalda. Tomamos un microbús, que nos lleva a lo alto del cerro. Al bajar, y pasear por las calles, mis pasos son lentos y torpes, y me siento como una auténtica astronauta, respirando con dificultad, en la superficie de la Luna. Antonio, entonces, nos lleva de compras callejeando por el mercado del Calvario, donde nos aprovisionamos de lo indispensable, es decir, varios cartuchos de dinamita con su mecha y detonador correspondiente, bastante coca, cigarrillos sin filtro y 1 litro de alcohol potable de 96º. Estos serán nuestros regalos para los mineros que nos esperan.
Al fin en la entrada de la mina. Un simple agujero excavado en la tierra, oscuro y tenebroso. Sus paredes de tierra están salpicadas de una sangre negra y vieja. En el último sacrificio de la llama, toda la comunidad se reunió en la entrada del agujero rogando por la abundancia de mineral y porque la muerte no atormente a los mineros que se adentran en él, día tras día. Ocho millones de mineros han muerto desde que el Cerro fue descubierto en 1546. La enfermedad de la Silicosis, las explosiones imprevistas e inhalar gases mortales, son la gran amenaza.
Varios niños nos cortan el paso con sus bandejitas de piedras de colores y nos piden que le compremos. Retuercen las piedras brillantes entre sus pequeños dedos mientras nos miran con los ojos brillantes despuntando entre sus caritas cubiertas de hollín. Son los hijos de los mineros, algunos se quedan rondando las minas, otros bajan a Potosí a buscar otro tipo de plata, ayudando en la venta ambulante o limpiando nichos en el cementerio. Más tarde, con 12 ó 14 años, empujarán pesadas vagonetas cargadas con 16 toneladas de piedra, recorriendo los largos túneles de la mina, por 150 bolivianos (15€).
Una vez en los túneles, caminamos con las botas sumergidas en densos charcos amarillos, agachados sobre nuestras rodillas, rozando con los codos y el casco la rugosa superficie de la Tierra. El oxígeno falta y un aroma agrio a amianto se revuelve por las cavernas antes de entrar fríamente en nuestros pulmones. El sonido del aire comprimido escapando por los tubos y el traqueteo de las vagonetas se ve interrumpido por el sonido perdido y desacompasado de unos martillazos sordos contra una roca lejana. Un mundo extraño aparece ante nuestros ojos que hacen un esfuerzo por acostumbrarse a la oscuridad. Cavernas terrosas que se multiplican adentrándose en las entrañas de la tierra, engulléndonos, ¿cómo saber cual de ellas es la que te lleva de nuevo a la superficie?
Después de recorrer varias grutas, damos con una galería adornada de finas estalactitas de óxido de zinc y cubierta de venitas de estaño y plata. Hay también una polea con una cuerda que pende y se agita, como una cola de lagartija, en las profundidades de un agujero sin fondo. ¡Por fin mineral! Un amasijo de luz y sudor golpea con fuerza la pared. Se gira hacia nosotros con brusquedad, con el martillo en la mano. Es un minero amigo de Antonio. Nos cuenta, con la mejilla convertida en una bola, a reventar de hojas de coca, que sigue el rastro de una vena de la tierra que le está dando “harto plata”. En tres días quizás conseguirá reunir un saco de 40 o 50 kg de piedra cubierta de polvo de plata o zinc por el que le darán unos 150 bolivianos. El minero de Potosí es un hombre recio, de palabras secas y mirada dura. Parece que en algún momento se transformó en la piedra que rompe cada día. Se cuenta, que cuando hay conflictos sociales y el minero se enfada y baja a la ciudad, la gente se esconde en sus casas y cierran puertas y ventanas, aterrada. Se cuenta que cuando el minero baja, baja con dinamita dispuesto a todo.
En las minas no hay mujeres. Es un mundo de hombres. Se dice incluso que es peligroso que las mujeres bajen, pues la Pachamama (la Tierra) que también es mujer, se encela tremendamente y podría esconder, con rencor, los minerales.
Y, por fin, el Tío. Nos espera agazapado en su caverna, al final del recorrido. El Tío es el Diablo. Un Diablo esculpido en barro, coronado por enormes cuernos y ojos incrustados de canica. Allá dentro el Tío es el dueño de todo. El minero de Potosí cuando está fuera de la mina cree en una Virgen impuesta, pero dentro, se encomienda al Diablo porque allá abajo es el único que mitiga sus penas, él único que ve sus manos ensangrentadas y siente su espalda quebrada por el dolor. El Tío tiene su propia capilla, cubierta de las más preciadas ofrendas: montañas de hojas de coca y charcos de alcohol. Existen infinidad de historias inverosímiles sobre su poder. El minero le respeta y le teme, pero aún así, lo adora y hay ciertos rituales que todos, sin excepción, cumplen. Por ejemplo: cubren de hojas de coca su cabeza, para ganar en concentración; sus hombros, para poseer la fuerza necesaria para extraer el mineral; sus piernas, para que les conduzca hacia la salida; y por último, cubren la tierra, para pedirle fertilidad, que sea rica en minerales. Después también vierten sobre Él, alcohol para que beba, y posan en sus labios de barro, un cigarrillo, para que fume. Este ritual es importantísimo para ellos: por Él y para Él trabajan, y Él los cuida.
Al salir de los oscuros túneles, la luz penetrante del sol nos ciega, y el oxígeno vuelve a hinchar nuestros pulmones. Me siento aturdida y débil, pero feliz de estar de nuevo arriba. Miro a Antonio sacudiéndose el polvo y su sonrisa vuelve a brillar.
Gracias, Antonio, por hacernos ver el horror de la mina con tus ojos. Esa mina de la que escapaste hace unos años, volando sobre el lomo de los libros. Gracias por mostrarnos también tu gran sueño, un sueño que ya está al alcance de tus manos. Qué fuerte eres.
Rajol.
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