Las mañanas empiezan desde las cuerdas vocales de los gallos, cuando el cielo está rojo y las nubes negras se mezclan con las últimas estrellas. El sol aparece por detrás de las enormes montañas y salta hasta el centro del cielo, donde se quedará la mayor parte del tiempo. Playas de arena blanca cosidas al océano por un cementerio de trozos de coral, de conchas y caracolas.
Y el espectáculo aun está por llegar. Con el primer pie sumergido en la orilla es imposible intuir lo que depara el aire líquido y azul que te invita a zambullirte sin más preámbulos. En estas aguas uno más que nadar vuela sobre alfombras de corales laberínticas por donde entran y salen pececillos y peces cada cual más fashion. Por ahí, bajo esa terraza que se extiende hacia el abismo del mar, se pasea un pez aguja amarillo con aires de condesa. Un grupo de robustos peces unicornio miran de reojo, desde la distancia, el tráfico marino, mientras una langosta desde su oquedad, se acicala sus largas antenas. Silencio, las aguas se congelan y contienen un suspiro. A lo lejos, detrás de los castillos de coral se ha mecido una sombra. Todos están listos para desaparecer, pero en seguida se relajan cuando ven que sólo se trata de una enorme tortuga risueña. Bucear sobre tanta vida, y tantos colores te vuelve pez y te hace olvidar de que lo que te impulsa a seguir buceando, no es una cola de sirena, sino tus dos piernas terrestres.
Al salir del agua, la sonrisa de felicidad se tuerce hacia una botella de plástico que intenta remontar la orilla. Más allá se ve otra, y entre la arena, lo que parece una caracola amarilla es en realidad un bote desechado de aceite de coche. Vuelves la vista al mar y solo ves agua cristalina, y más allá la selva de Lombok que sube por donde le permite el gran volcán. ¿Qué es ese sarpullido que me está saliendo?, me pregunta la isla. Es el ser humano, le respondo, que no sabe que te hace daño.