La etnia minoritaria “pnong” se concentra en la región de Mondulkiri, cerca de la frontera con Vietnam. Tuvimos la oportunidad de convivir con Sntmun durante dos días en los que nos arrastró por la selva camboyana, crujiente y seca, para enseñarnos varias cascadas y dormir balanceándonos en una hamaca entre dos cañas gigantes de bambú. La noche fue muy fría y no pudimos dormir, así que nos levantamos hacer un fuego y Sntmun se unió a nosotros. Rápidamente nos trajo un aperitivo riquísimo en forma de rana. Las asamos al fuego y viendo como se hinchaban y crepitaban, pasaron los minutos y volvimos a entrar en calor. Al día siguiente volvimos rápidamente al poblado atravesando de nuevo la selva bordeando la senda que había abierto, días atrás, un elefante.
Sobre el mediodía llegamos a su aldea y nos invitó a comer en su casa, junto a su mujer e hijos. Recuerdo la humildad de su cabaña, hecha completamente de madera, la parte inferior convertida en un porche fresco, sombrío, donde se comía, se cocinaba, se recibía al invitado, se jugaba con los niños y se dormía, eso sí compartiendo el espacio con el picoteo de las gallinas, el gruñido de los cerdos y la mirada astuta de los perros. Descansamos en el porche y observamos la rutina de la familia: miradas serenas, movimientos suaves, la música exótica de sus palabras y el tiempo deslizándose lento y pesado por entre las rendijas de la casa. Si hubiese existido en ese mismo momento un reloj, se hubiese desvanecido en ese mismo instante, ya que el tiempo allí, no existe. Mientras disfrutábamos de esa extraña sensación, Sntmun preparó en una caña de bambú al fuego, una salsa deliciosa de berenjena y citronella y nos la sirvió con arroz. Comimos, bebimos licor y nos reímos como niños con unos cuantos trucos de magia.
Nos fuimos mirando atrás, sonriendo, y mientras nos alejábamos empezamos a sentir los segundos, volviendo a latir suave, tímidamente.
Sobre el mediodía llegamos a su aldea y nos invitó a comer en su casa, junto a su mujer e hijos. Recuerdo la humildad de su cabaña, hecha completamente de madera, la parte inferior convertida en un porche fresco, sombrío, donde se comía, se cocinaba, se recibía al invitado, se jugaba con los niños y se dormía, eso sí compartiendo el espacio con el picoteo de las gallinas, el gruñido de los cerdos y la mirada astuta de los perros. Descansamos en el porche y observamos la rutina de la familia: miradas serenas, movimientos suaves, la música exótica de sus palabras y el tiempo deslizándose lento y pesado por entre las rendijas de la casa. Si hubiese existido en ese mismo momento un reloj, se hubiese desvanecido en ese mismo instante, ya que el tiempo allí, no existe. Mientras disfrutábamos de esa extraña sensación, Sntmun preparó en una caña de bambú al fuego, una salsa deliciosa de berenjena y citronella y nos la sirvió con arroz. Comimos, bebimos licor y nos reímos como niños con unos cuantos trucos de magia.
Nos fuimos mirando atrás, sonriendo, y mientras nos alejábamos empezamos a sentir los segundos, volviendo a latir suave, tímidamente.
Rajol.
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