La protagonista de esta historia es una gorda mosca perspicaz que sobrevuela la selva del Amazonas boliviano. Su abdomen es de un verde metálico y sus alitas zumban buscando al aliado perfecto. Por fin lo encuentra, allá, a pocos metros, posado en el nudo de una vivasi que abraza hasta asfixiar el tronco de una palmera. Es un mosquito joven, despistado, que todavía descansa adormecido por el sofocante calor del mediodía. Se posa sobre él rápidamente y le deposita su huevo y, con él, toda su confianza. El mosquito, horas más tarde, cuando siente la brisa fresca del atardecer, se desentumece las patas, despliega sus alas y se dispone a buscar su cena consistente en unas deliciosas gotitas de sangre dulce. Nota un poco más de peso al levantar el vuelo, pero no le preocupa. Está hambriento. Atraviesa el riachuelo, sobrevuela los helechos, y se lanza a buscar su presa. Debe buscar el sendero hecho por el hombre. Ha aprendido a ser paciente, así que se distrae dibujando unos loopings perfectos en el aire. Pasan algunos minutos, y de pronto nota un intenso aroma… ¡qué olor más exótico y dulce!. Allá a lo lejos distingue dos figuras caminando hacia él. Es su oportunidad. Sabe que debe ser rápido. Se maldice cuando divisa que llevan pantalón largo y botas, ¡con lo rica y abundante que es la de los tobillos! También llevan manga larga... ummm. Deja que pasen, estudiando una nueva estrategia de ataque. En cuanto los observa por detrás fija su objetivo. El cuello. Y hay uno que le atrae especialmente… Atusa sus alas y se lanza empicado sobre él. Aterriza, clava, chupa cuanto desea y deposita el preciado encargo de su comadre mosca. Se relame y se va. –Perfecto.- se felicita -¡no se ha dado ni cuenta!-. Sobrevuela satisfecho el camino de regreso y desaparece feliz entre las sombras del atardecer.
El huevo ha quedado bien introducido bajo la piel. Durante varias semanas irá creciendo la larva dentro de su tierna crisálida alimentándose protegida por su nuevo porteador. Incluso ha hecho un pequeño orificio por donde puede salir al exterior a respirar. Crece rápido. Cada vez que emerge ve espectaculares paisajes que no reconoce, y se siente extraña y un tanto melancólica. Sin saberlo, ha volado a Indonesia y a Timor. Con miedo, se retuerce especialmente por las noches para no ser descubierta, pero con sumo cuidado, para molestar lo mínimo posible: cuestión de supervivencia. Sobre ella, durante estos días cae abundante alcohol, cortisona, y se estremece con el fuerte sabor del antibiótico. Y resiste. Pero el yodo es mortal, y tantas gotas diarias la acaban asfixiando y no lo supera. Muere a las 4 semanas sin haber podido completar su ciclo de 7. En Timor Leste, a más de 15.000 km de distancia de su hogar, alguien extrae su diminuto cuerpo con unas pinzas, y posa inerte sobre una gasa, bajo los fogonazos del flash de la cámara de Robiol.
Su madre, allá en Bolivia, sigue sobrevolando la selva con un zumbido desesperado con la esperanza de ver a su pequeña en cualquier momento. Mira con desconfianza al joven mosquito y lo increpa furiosa. Y éste, confuso, se resiste a contarle que aquel cuello dónde abandonó el huevo de su pequeña, lo dejó de ver hace mucho, mucho tiempo.
4 comentarios:
Uuuffffff, que suerte que lo hayais podido extraer, porque durante nuestro viajes he oido historias de otros viajeros que han tenido que ir al hospital para poder curar una cosa asi.
Animo, que todavia quedan muchas mas aventuras que vivir.
Tio, esta es una pelicula de horror!
Quiero ver las fotos.
Bufff,solo de pensarlo me dan escalofríos...bueno por suerte ya ha pasado y se ha quedado en una anecdota...un beso chicos!!!
Me a gustado la historia del ciclo de la hipodermosis bovina, versión humana, me habria gustado, que asi de ameno me hubiran explicado la gran cantidad de ciclos parasitarios que me tuve que aprender
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