Diferencias.

Llevábamos varias horas conduciendo por una de las márgenes del Mekong, bajo un sol que se mezclaba con el polvo del camino y nos avivaba la sed en el cuerpo. Unos metros más adelante divisamos una sombrilla que le hacía sombra a uno de esos cajones de plástico naranja, que con certeza contenía dos bloques de hielo para enfriar las bebidas. Paramos la moto mientras desde la sombra se agitaba una mano que nos invitaba a sentarnos.

La mano pertenecía a una mujer que no hablaba inglés y que se excusaba en su idioma con mil sonidos ininteligibles. Entró en la casa y regresó con dos chicas adolescentes que se esforzaron con lo que habían aprendido en el colegio para comunicarse con nosotros. Rajol no se amedrentó con las dificultades y se enfrascó en explicarles de dónde veníamos y la pagoda que queríamos visitar. El público iba aumentando alrededor de Rajol, de niños tímidos que alternaban las sonrisas con caras de estupor. Me quedé absorto contemplando cómo dos culturas se esforzaban por conocerse, y en ese hilo que se tejía entre ambas parte se me fue el pensamiento hacia dentro, y recordé las palabras de un turista que habíamos conocido días atrás:

- Los camboyanos son tontos. Les dices tres veces lo que quieres tomar, y luego te traen otra cosa.

El turista, quizá no lograría a entender nunca que si hablase la lengua local, los camboyanos no tendrían dificultad alguna en entenderle. No son tontos, simplemente no conocen la lengua en la que les hablamos.

Alcé la vista. Los niños se habían acercado más a Rajol. Las dos adolescentes parecían recordar cada vez más frases en inglés y ahora eran ellas las que interrogaban a Rajol. Bajé la vista, miré la botella de agua que me mojaba las manos, le di un sorbo y me dejé llevar una vez más mientras el líquido frío me recorría la boca del estómago. Volví a aterrizar en otro recuerdo del pasado cercano. Estábamos en la orilla de un río y Rajol le preguntaba a un hombre si era pescador alzando los brazos como si sostuviese una caña de pescar. El hombre meneó la cabeza y Rajol casi al segundo se dio cuenta que en el Mekong la gente pesca con redes y no con caña, y por eso el hombre excusaba su ignorancia con gran humildad. Rajol repitió el gesto de los brazos, esta vez como si lanzase una red al agua. Ahora sí, el hombre asintió y nos premió con una sonrisa amplia que me dejo desconcertado con la cámara apuntando hacia el suelo.

No sé a dónde me querían llevar esta sucesión de recuerdos, pero sentía como un remolino por dentro que buscaba alcanzar algo. Miré a Rajol, y vi en ella a una mujer, con un cuerpo diferente al mío y esa diferencia, tan obvia, me sorprendió que fuese tan evidente. Sólo sé lo que veo, y lo que veo lo interpreto y lo proceso con mi cuerpo, con mi cerebro, pero somos tan diferentes y somos cuerpos tan ajenos que es sorprendente que podamos coincidir en este instante de tiempo y compartir este momento. Y soy testigo en este viaje de unas diferencias culturales que chocan con suavidad, porque se buscan y hay voluntad por entenderse. Cuantas diferencias entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres, entre jóvenes y mayores, entre profesionales, entre religiosos, clientes, consumidores y pacientes. Para ser tan diferentes dentro y fuera de nuestras fronteras, o sin ir más lejos, las mil diferencias que chocan en nuestro hogar, nos llevamos bastante bien ¿verdad?

En esta silla, bajo el cariño de una sombra, el polvo del camino se levanta con el paso de los vehículos de dos ruedas. Este paisaje tan diferente, tan lleno de detalles fascinantes, me infunde esperanza y optimismo para seguir el viaje sin temor a tantas diferencias y sin olvidar las consecuencias de no querer entender ¿Seguimos?

Robiol.

1 comentarios:

El Faro dijo...

Formais un buen equipo, es una suerte que hayais coincidido en este momento y en este lugar.