F o T o S CAMBOYA...




Estigmas en pijama.

Cuando recorres las calles de Phnom Penh hay muchas cosas que te llaman la atención. Pero tras los olores agrios e intensos, las casas destartaladas y los sombríos mercados exóticos, siempre encuentras los ojos penetrantes de una mujer vestida con pijama. Las ves comprando indiferentes, paseando, esperando el paso de un tuc tuc, con sus pijamas de cuadros, de rallas, de ositos. Es algo habitual, pensé. Pero a veces el comportamiento inusual de tantas personas, encierra algo oscuro. La respuesta estaba escrita en el verso de un amargo poema que leímos en el Museo del Genocidio (http://www.tuolsleng.com/).

Los pijamas del pasado siguen paseándose por las calles. Entre 1975-79, Camboya sufrió el más terrorífico exterminio de su historia perpetrado por Pol Pot. El líder del Khmer Rojo quiso instaurar una utopía agraria a través de un ultra comunismo devastador que acabó con cualquier vestigio de progreso: destruyó escuelas, quemó ministerios y demolió bancos, amontonó montañas inertes de autos, abolió el sistema monetario, suprimió la prensa, el arte, la música, la religión. Separó familias y colgó un número anónimo al cuello de cada superviviente, los vistió con los mismos pijamas negros y los arrastró al campo a sembrar arroz. Torturó salvajemente, masacró y arrojó a los pantanos a cualquier pensamiento crítico que pudiera significar una amenaza, es decir, cientos de miles de intelectuales, médicos, políticos, profesores, monjes... Este fanatismo hundió en las tinieblas a un país conmocionado durante 3 largos años, 8 meses y 20 días. Más de 1,7millones de personas perecieron.

Lo que hace algunos años fue una noticia anecdótica de prensa sobre un anónimo genocidio en un destino exótico, ha resultado ser, in situ, una fatal pesadilla.

El horror acabó hace tan sólo 30 años. El país ha emergido rápidamente entre las nuevas tecnologías, las marcas y la ley del libre mercado. La gente joven representa una nueva generación dispuesta a abrir camino al progreso de un país demacrado por la tragedia.
Y la sonrisa es su mejor tarjeta de presentación.

Rajol.

Carrera de obstáculos en Phnom Penh.

Alquilar una moto por 5$/24 horas es relativamente fácil en Phnom Penh, lo difícil es llegar vivo a última hora de la noche.

La polución asfixia tus pulmones, y las locas carreras de semáforo a semáforo perseguidos por decenas de Hondas pegadas a tu rueda de atrás te ponen la adrenalina a mil. Tras la cuenta atrás de cada semáforo, se esconden 3 o 4 policías que, porra en mano, te señalan desde lejos para apartarte temporalmente del Grand Prix. Al 3er semáforo nosotros ya habíamos hecho el primer “game over”. Robiol, entusiasmado, se saltó un semáforo en rojo, y nos señalaron la cuneta. Al pedirnos la documentación, nos dimos cuenta que no llevábamos Pasaportes ni Permisos de Conducir, o sea el pleno. Sólo nos faltaba un control de alcoholemia positivo. Aún así, una multa que podía haber sido de 300€ en España, resultó ser de 15$, pero aún así nos hicimos los ofendidos, y regateando descaradamente conseguimos rebajarla a 5$. Esto en España hubieran sido 500€ más por intento de soborno, pero aquí es una divertida forma de que te dejen marchar.

Y así continuamos nuestra aventura esquivando a las raídas tuc tuc, los viejos ciclos pedaleantes y adelantando a camionetas cargadas de chatarra, eso sí, sin dejar de sonreir a nuestros más acérrimos competidores. Un par de derrapes peligrosos, unos cuantos frenazos manuales de chancleta, último acelerón y… ¡Misión cumplida! Atravesamos la línea de meta sin un solo rasguño.

¡Medalla de plata en su deporte nacional!

Rajol.

Los monologos de Didier.

En seguida os dejamos con Didier, pero antes sólo unas palabras para ponernos en situación. Son las 8 de la mañana y estamos desayunando en un pequeño bar de la calle 93 de Phnom Penh. Dos tés con leche y dos bocadillos de tortilla con verduras. Nos ponemos a leer y de repente:

- Españoles?

Aparece una voz detrás de una cortina de humo

- Me encanta el español. Mi abuela es española, y los veranos siempre en España con mi abuela. Por eso yo hablo español.

Le da otra calada al cigarrillo…

- Sí, sí, vivo aquí, desde hace 3 meses. Soy de Bélgica y allí, uff… muchas cosas, mi exnovia, mi trabajo… Pero ahora estoy aquí, y ves? ves? Estás manchas de pintura en mis pantalones no son porqué sí. Estoy montando mi propio restaurante. Poco a poco con mi novia que es de aquí.

El cigarrillo vuelve a su boca y sus palabras se escriben en el aire entre gestos airados…

- Está quedando muy bien. Por dentro es de color naranja, para crear buen karma y hacer que la gente quiera entrar. Se llama Hippy Dayz. He puesto una “Z” en vez de un “S”, para que la gente sepa que en mi bar se puede fumar Bang. Bang? Ya sabes, marihuana. La Z es como dizzy (mareado), para que la gente sepa que en mi bar no hay problema.

La colilla del cigarrillo se estrella en el cenicero y en seguida prende otro…

- La calle 93 está protegida. Esto no es Tailandia, donde te puedes meter en problemas. Aquí en la calle 93, los locales pagan 10$ al mes para protección. Y por Camboya puedes viajar con un kilo de marihuana sin problemas, verdad amigo?

El propietario del bar le mira sin entender, y finalmente contesta sonriendo:

- Big problem marihuana…

- Tu que vas a saber si nunca sales se aquí. Camboya mucho cuidado con las armas. Aquí todos llevan armas. El otro día un Tuc Tuc chocó contra el coche de un abogado, por la noche. Del Tuc Tuc dos hombres salieron con pistolas, pero el abogado tenía una jodida G800, no sabes? Joder tío esas armas sólo las llevan los agentes de la CIA, y pasan los controles del aeropuerto. Aquí se maneja mucha pasta.

- En la calle 93 se puede fumar marihuana… Perdón…

Didier se levanta de la silla, y para al monje budista que pasa por la calle. Se quita la gorra, se saca un billete de 10.000 rieles y lo introduce en el jarrón de ofrendas del monje. Se agacha ante sus pies y este le bendice con un cántico. Acaba el acto, el monje se va y Didier vuelve a su silla y le da un sorbo al café y una calada al cigarrillo que descansaba en el cenicero. Como si nada hubiese ocurrido, continúa:

- Está el Happy Happy, el Lucky Lucky… allí hay buena marihuana, y no hay problema. La policía sólo cobra 40$ al mes, y el dinero les va muy bien. Mi novia gana 100$ estampando camisetas y hay que dar dinero a los policías. Aquí todos amigos. Pero no se te ocurra fumarte un porro por la ciudad porque entonces tienes problemas.

El cigarrillo vuelve a posarse en su labio inferior, segundos en los que reina un silencio artificial…

- Aquí pasan cosas que me dan mucho miedo. Por la noche si alguien se mete con tu novia y le matas, puedes tener problemas porque no hay testigos. Esto es como el Far West tío. Si matas a alguien durante el día para defenderte, entonces no hay problemas porque hay testigos. A lo mejor tienes que pagar 2.000$ para que la policía no te moleste mucho. En Tailandia todos llevan pistolas enorme, pero aquí no.

Rajol me lo dice todo con la mirada, y yo asiento como para confirmar que este personaje vive una Camboya que nos queda muy lejana…

- El otro día pasé mucho miedo, porque había unos policías borrachos que sacaron sus pistolas y las movían por el aire. Y las pistolas no tenían el seguro puesto, porque yo lo ví que no lo tenían puesto. Luego del otro lado de la calle apareció uno con un machete y recorrió la calle rasgando el suelo con la punta, y todos se apartaron.

- Hablo mucho, lo siento, es que me gusta el español. El francés no me gusta, y cuando me hablan en francés yo contesto en inglés. El español y los veranos con mi abuela, me gusta…

Colocamos los puntos de libro en la misma página donde habíamos empezado a leer. Didierr seguía hablando, mientras nosotros ya llevábamos varios intentos de evasión. Pagamos al propietario que seguía sonriendo, y regresamos a Camboya, a la de los niños vendiendo libros y a la de los conductores de tuc tuc gritando a los turistas desde el otro lado de la ciudad.

Robiol.

Phnom Penh

Todas las mañanas, al despertar con el primer guiño de luz, Pho aun puede oír los cacareos de los gallos de su infancia, sobre el silencio de una ciudad que se asomaba puntual al filo de un nuevo día. La costumbre de muchos días guía sus pies desnudos a través de la oscuridad, pisando allí donde la madera cruje sin grandes estridencias. Su mujer, su madre, su abuelo, sus 5 hijos y un primo que está de visita, siguen durmiendo. Consigue sortearlos sin gran dificultad y desaparece por la cortina que separa el dormitorio comunitario de la sala donde se hace todo lo demás. La parte trasera de la casa se asoma al lago Boeng Kak, una masa de agua verde en medio de la ciudad, donde los mosquitos se multiplican por millones y los peces se confunden entre la basura, los excrementos y sus propios muertos. Pho se encarama al borde de un tablón y se asea. Al lado del altar está su uniforme de guardia de seguridad, que desengancha de la percha para vestirse. Antes de salir coloca dos barritas de incienso ante el pequeño buda y se arrodilla ante él para hacer sus plegarias.

Sale de casa y atraviesa una calle oscura con montoncitos de basura cuidadosamente apilados. El billar dónde pasa las tardes apostando con los amigos está sin público y el suelo aún está pintarrajeado con cruces rojas y blancas de partidas de 4 en raya que hacen los conductores de Tuc Tucs para matar el tiempo sin clientela.

Los pequeños comercios de su barrio aun no han abierto, pero la moto con su cafetería como sidecar ya tiene los fogones calientes y el vendedor se nubla tras la cortina de vapor.

A dos esquinas de su casa sus pasos le llevan a Moulevard St, una calle de seis carriles cargada de motos, tuc tucs, coches y bicicletas. La recorre mirando hacia atrás, buscando el improbable hueco en el tráfico por donde se pueda colar para cruzar al otro lado. Alza la vista y sus ojos se dilatan para poder digerir el primer rascacielos. Siente de repente una gran angustia, un recelo que no sabe si viene de ese mundo de gigantes o de su mundo de polillas nocturnas y tablones de madera. Se estira la camisa del uniforme gastado para infundirse seguridad y derecho para acceder al mundo de cristal donde trabaja.

Atraviesa una avenida de bancos que se suceden a ambos lados, dividida por frondosos árboles que refrescan el aire del sol del medio día. En el mercado central ve como las mujeres preparan el pescado que sus maridos han traído del Mekong y siente en el vaivén de la gente que ha vuelto a su mundo. Pero sólo a una manzana vuelve a sentir el destierro mientras se acerca a la entrada del centro comercial donde pasa las jornadas de trabajo que le permiten juntar unos pocos dólares a final de mes.

Ya en el interior de la pecera saluda a los compañeros que han hecho el turno de noche. El aire acondicionado le susurra placeras al oído que le llevan a las fantasías de todos los días. Trabaja en la tercera planta, al pie de las escaleras mecánicas. Pocas veces hay altercados y si los hay todo se resuelve discretamente para no perturbar a los clientes. A veces se le acerca algún turista despistado que le hace sonrojar cuando le habla en inglés. El turista se acaba yendo con una sonrisa que acaba en mueca, y él se queda absorto con el parloteo de la radio y las agujas del reloj.

Myasis.

La protagonista de esta historia es una gorda mosca perspicaz que sobrevuela la selva del Amazonas boliviano. Su abdomen es de un verde metálico y sus alitas zumban buscando al aliado perfecto. Por fin lo encuentra, allá, a pocos metros, posado en el nudo de una vivasi que abraza hasta asfixiar el tronco de una palmera. Es un mosquito joven, despistado, que todavía descansa adormecido por el sofocante calor del mediodía. Se posa sobre él rápidamente y le deposita su huevo y, con él, toda su confianza. El mosquito, horas más tarde, cuando siente la brisa fresca del atardecer, se desentumece las patas, despliega sus alas y se dispone a buscar su cena consistente en unas deliciosas gotitas de sangre dulce. Nota un poco más de peso al levantar el vuelo, pero no le preocupa. Está hambriento. Atraviesa el riachuelo, sobrevuela los helechos, y se lanza a buscar su presa. Debe buscar el sendero hecho por el hombre. Ha aprendido a ser paciente, así que se distrae dibujando unos loopings perfectos en el aire. Pasan algunos minutos, y de pronto nota un intenso aroma… ¡qué olor más exótico y dulce!. Allá a lo lejos distingue dos figuras caminando hacia él. Es su oportunidad. Sabe que debe ser rápido. Se maldice cuando divisa que llevan pantalón largo y botas, ¡con lo rica y abundante que es la de los tobillos! También llevan manga larga... ummm. Deja que pasen, estudiando una nueva estrategia de ataque. En cuanto los observa por detrás fija su objetivo. El cuello. Y hay uno que le atrae especialmente… Atusa sus alas y se lanza empicado sobre él. Aterriza, clava, chupa cuanto desea y deposita el preciado encargo de su comadre mosca. Se relame y se va. –Perfecto.- se felicita -¡no se ha dado ni cuenta!-. Sobrevuela satisfecho el camino de regreso y desaparece feliz entre las sombras del atardecer.

El huevo ha quedado bien introducido bajo la piel. Durante varias semanas irá creciendo la larva dentro de su tierna crisálida alimentándose protegida por su nuevo porteador. Incluso ha hecho un pequeño orificio por donde puede salir al exterior a respirar. Crece rápido. Cada vez que emerge ve espectaculares paisajes que no reconoce, y se siente extraña y un tanto melancólica. Sin saberlo, ha volado a Indonesia y a Timor. Con miedo, se retuerce especialmente por las noches para no ser descubierta, pero con sumo cuidado, para molestar lo mínimo posible: cuestión de supervivencia. Sobre ella, durante estos días cae abundante alcohol, cortisona, y se estremece con el fuerte sabor del antibiótico. Y resiste. Pero el yodo es mortal, y tantas gotas diarias la acaban asfixiando y no lo supera. Muere a las 4 semanas sin haber podido completar su ciclo de 7. En Timor Leste, a más de 15.000 km de distancia de su hogar, alguien extrae su diminuto cuerpo con unas pinzas, y posa inerte sobre una gasa, bajo los fogonazos del flash de la cámara de Robiol.

Su madre, allá en Bolivia, sigue sobrevolando la selva con un zumbido desesperado con la esperanza de ver a su pequeña en cualquier momento. Mira con desconfianza al joven mosquito y lo increpa furiosa. Y éste, confuso, se resiste a contarle que aquel cuello dónde abandonó el huevo de su pequeña, lo dejó de ver hace mucho, mucho tiempo.

Sudeste Asiático


Ver Sudeste Asiático en un mapa más grande

Timor Leste

Este pequeño país de 7 años de edad, comparte la isla más al este del archipiélago indonesio. La historia más conocida de este territorio está escrita en tinta roja por los portugueses, los holandeses, los japoneses, los indonesios y los propios timorenses.


Cuando el joven Kofi Annan fue elegido presidente de Naciones Unidas, anunció que la primera prioridad en su agenda sería el conflicto de Timor con Indonesia. En 1999 aterrizaban las fuerzas de paz, en el 2002 Timor Leste conseguía la independencia, y en el 2004 Lonely Planet sacaba su primera guía de viaje para este país. Había mucha por hacer, por reconstruir y por reconciliar, pero parecía que lo peor había pasado. La invasión de Indonesia que comenzó en 1975, se alargó durante 24 años en los cuales 100.000 personas perdieron la vida a causa del hambre, la enfermedad y la violencia.

En el 2006, casi anteayer, la susceptibilidad por parte de un contingente de 600 soldados que se sentían discriminados ante sus compañeros del ejército por su origen geográfico en Timor Leste, puso a la sociedad timorense, una vez más en vilo, provocando 36 muertos y 155.000 desplazados de una población de 1,1 millones.


Actualmente en Dili, la capital de Timor Leste, se han establecido las principales agencias de cooperación internacional, ONGs y Fundaciones, con el propósito de encauzar a esta joven nación, para que recupere el sosiego, la autosuficiencia y el criterio de gobierno. Su enjambre de calles es un desfile constante de relucientes 4x4 de Naciones Unidas. Ahora que estamos en época de lluvias, la precariedad en la ubicación de las viviendas hace que muchos pierdan sus hogares a consecuencia de las violentas inundaciones. El gobierno es novato y todo ha sido una puesta en marcha muy virgen, que se mueve hacia delante con la voluntad de sus ciudadanos y de las organizaciones que les prestan apoyo.


La cooperación internacional es también novedosa y en cada país se tiene que enfrentar a una cultura y a un contexto histórico-social que replantea sus pilares de acción y conocimiento. Hasta no hace mucho pensaba que la cooperación internacional era una gran idea que se traducía en el terreno en un mal mayor. Pero después de esta visita por Timor, y de ver a través de los ojos de un cooperante comprometido, he entendido que aun es muy pronto para sopesar los resultados globales de la solidaridad internacional. Las situaciones en cada país afinan el criterio de acción de las organizaciones, la elección de las personas adecuadas para cada trabajo, y el trato con los locales, inherentemente prepotente de nuestra abanderada cultura occidental.


Cómo muy bien dice mi querido amigo Gonzalo, que está haciendo una gran labor en este país, lo fácil es criticar y lo difícil es proponer soluciones. Además tendemos a hacer la crítica sin entender la sucesión cronológica de los hechos que han imprimido en la sociedad timorense un lastre que todavía tiene que soltar para poder volver a mirar hacia delante. Ese lastre que muchas veces se traduce en corrupción, ineficiencia, falta de compromiso político y falta de educación, es la realidad lógica de todos aquellos países que han pasado por una dictadura, una guerra o una colonización. Si no entendemos el nexo histórico que unen las causas y los efectos, y las diferencias culturales que generan formas de pensamiento y filosofía de vida diferentes, difícilmente podremos entender lo que con tanta valentía criticamos.


Robiol.

F o T o S . . . Timor Leste






El reloj de arena de la isla de Lombok,




Lombok es la isla alternativa a Bali.


Subidos a unas motos 125cc recorrimos sus carreteras, dejando atrás nuestro campo base: el ruidoso Senggigi y sus playas paradisíacas. Durante cinco días reseguimos la grisácea costa nororiental de arenas negras y pescadores de orilla, y regresamos atravesando la pequeña isla por el interior, reflejándonos en los mil espejos de agua que inundan sus campos de arroz.

Los pocos pueblitos que encontramos crecen a lo largo de las cunetas, como las flores, y todo son grititos y manos agitándose dándonos una cálida bienvenida.

Lombok es verde espiga y añil mar. Y sus gentes son un puñado de sonrisas. Viven en pequeñas casas, rodeadas del cacareo de sus gallinas, con su pedacito de tierra sembrado de verduras, y su bote de pesca para salir a la mar. Los niños, después de la escuela, juegan columpiándose a los árboles intentando hacer caer sus frutas, mientras las mujeres se reúnen en los warugas* para pelar mandiocas, coser o charlar. Los hombres preparan sus redes o sus aperos de labranza, con sus Gudang Garam** humeantes colgados de su labio inferior, taciturnos, esperando la lluvia, una voz amiga, o simplemente cómo llega la noche. A veces se escucha como alguien tararea una dulce canción, interrumpida por la explosión de una carcajada o el llanto de un bebé.

Todos comen de su tierra, de sus árboles, de sus gallinas y del pescado de su mar. Todo es de todos. Las frutas, el arroz, y los peces abundan. Y es fácil ver como todo se comparte. Sus casas han sido levantadas con la ayuda de cien manos del pueblo y el tesón de los años, y la tierra que la rodea no tiene escritura, ni vallas que la limiten. Algunos, incluso han creado un pequeño negocio pegado a sus casas como un sencillo restaurante o una tienda de acopio, pero pasan casi desapercibidos, sin estridencias ni reclamos, como si se tratase tan sólo de una distracción familiar. En las aldeas de Lombok nadie tiene un trabajo remunerado, nadie ficha, y nadie tiene objetivos. No hay horarios. Ni miedo a ser despedido. Nadie tiene hipoteca, ni póliza de seguros. Por no tener, no tienen ni cambio de 50.000R. El dinero sólo lo trae el turista.

Es curioso cómo en cambio nosotros nos hemos dejado enmarañar por el próspero desarrollo económico. Nos sentimos afortunados por tener un trabajo alienador que nos consume durante 10 horas al día y que necesitamos para poder pagar con puntualidad la hipoteca a 30 años de nuestro 4º 3º situado en un maravilloso cinturón industrial, muy próximo a la capital. También necesitamos ese trabajo para esperar en la cola del súper, los viernes a última hora, y pagar con Visa esas insípidas naranjas que importamos ahora de Marruecos. Llegamos exhaustos a los fines de semana, salimos, nos emborrachamos, y soñamos con un gran estreno cinematográfico o gritamos con el partidazo de liga, protagonizado por actores y futbolistas multimillonarios, que nada tienen que ver con nosotros. Con suerte, también disfrutaremos, de 28 días de vacaciones al año para poder coger un avión y escapar, y perdernos en cualquier rincón del planeta, e imaginar, por sólo un momento, que otra forma de vida es posible.

… ¿Pero, cómo será el futuro de la nueva generación de Lombok? Pienso en esa multitud de jóvenes indonesos, que nos adelantaban en sus flamantes HONDAS vestidos a la última, y que miraban de reojo nuestras mochilas, mientras comprobaban por enésima vez su cuenta del FACEBOOK en un móvil NOKIA de última generación.

Rajol.

Give me a pen (dame un bolígrafo)…

Muchos de los países empobrecidos están desarrollando una importante industria de turismo, y para hacer las cosas bien, forman a los trabajadores del sector para dar un buen trato y servicio. Los turistas en cambio, no recibimos ningún tipo de formación para garantizar un turismo responsable. Viajamos por los países con las mejores intenciones, pero a veces éstas pueden ser más malas que beneficiosas.

La forma de perjudicar a un país puede manifestarse de muchas formas. En nuestra pequeña experiencia por el mundo hemos identificado algunas actitudes negativas que queremos compartir con vosotros.

La primera, es la de dar cosas gratuitamente como ropa, artículos electrónicos, gafas de sol, mochilas, etc. De las personas que conocemos viajando, normalmente, nos relacionamos con las menos pobres, aquellas que tienen un negocio. Durante nuestro contacto comparamos su vida material con la nuestra y sentimos que podemos hacer algo al respecto compartiendo lo que tenemos. Al dar nuestras cosas a estas personas, creamos más diferencias sociales entre ellos. Además se crea el precedente del dar porque sí, porque soy turista y él es pobre bajo nuestro criterio de cálculo cultural y capitalista. El local se crea la idea deformada de que somos ricos y su asociación de ideas le llevará a pedir a los que vengan en el futuro. Se corromperá su hospitalidad y generosidad inherentes a su cultura y serán incapaces de dar sin recibir algo a cambio. Dar es un gesto muy bonito, pero debe ser un acto reflexivo, con un sentido de gratitud y no de pago.

El segundo perjuicio que hemos detectado en el paso de los turistas por tierras exóticas es como éstos pueden afectar a la economía local. Normalmente los países empobrecidos son muy baratos y los euros y dólares dan una capacidad adquisitiva muchas veces superior al país de dónde venimos. Ello lleva muchas veces a que el turista pague más, voluntariamente y con la mejor intención. La fruta fresca, que en muchos países de Europa es carísima, se encuentra en estos destinos turísticos, muy barata. Los turistas pagan un poquito más, porque el cambio de sus billetes grandes que expende el cajero automático les resulta insignificante. Pero con esta pauta provocan que los precios suban. Las subidas siguen siendo despreciables para la economía del turista, pero para el local resultan insoportables, provocando que dejen de consumir los productos apreciados por los turistas. Es importante cerciorarse bien de los precios y pagar lo justo para no provocar estas distorsiones en los mercados locales.

El último caso que nos hemos encontrado es el daño que se puede hacer a los niños con un turismo irresponsable. Dar limosnas a los niños, porque son pequeños y nos dan mucha pena, puede ocasionar que estos no sólo dejen de ir a la escuela, sino que se dupliquen. Darles bolígrafos hará como ya hace, que al pasar por delante de una escuela un escuadrón de niños se lance hacia ti con el estridente “give me pen” a grito pelado. No hay que dar dinero a los niños. Si queremos contribuir con su educación y tenemos material escolar, lo mejor es donarlo a una escuela o a una ONG local, para que lo distribuya equitativamente.

Indosesian Children


Después de unas bonitas vacaciones por uno de esos maravillosos países, volvemos a casa con el baúl de los recuerdos hasta arriba. Anécdotas, curiosidades gastronómicas, fotos, postales, souvenirs y páginas en el diario para compartir y animar a otros a que visiten tal país. Pero de lo que quedó atrás en nuestro paso, nada sabemos. Quizá aquellas monedas que dimos a un niño hicieron que sus padres lo sacasen de la escuela para que mendigase por las zonas turísticas. La generosidad gratuita que tuvimos con una familia hizo que desapareciese su capacidad de ingenio para mejorar sus condiciones de vida y ahora se centran en el camino fácil de pedirle al turista. Y aquellas monedas que no quisimos de cambio hicieron que los plátanos ahora tengan unos precios desorbitados para los que allí viven. Si no hacemos estas cosas en nuestro país ¿Por qué las hacemos cuando vamos fuera? Si no estamos seguros del impacto que pueden provocar nuestras acciones, mejor no hacer nada.

Robiol.

F o T o S INDONESIA...