Un día desconectado

El autobús arranca por fin. Hoy sólo lo ha hecho con una hora de retraso. Nadie mira a nadie. Unos duermen, otros se abstraen por la ventana, y los que no tienen vistas a los páramos de alpacas, observan el rodar de los minutos sobre un aburrimiento desgarrado.

Hoy la ciudad que queda atrás es Arequipa. En ella hemos vuelto a ser extraños. Sus habitantes ocupan todo el espectro entre la bondad del ser humano y su lado ruin y despiadado. Somos como ellos, y sin embargo no nos reconocemos.

El autobús abandona la dársena y se adentra en ese mundo nuevo y viejo, donde los pequeños van al colegio y los niños adultos al trabajo. En esa esquina que nunca he visto está la paradita de zumitos y caramelos que he visto tantas veces en las esquinas de este mundo. El susurro del tráfico se hace agudo en una ciudad donde viven los coches por encima de las personas. Y dentro de los coches hay otras personas. Mi compañero de pasillo ya ha acomodado la cabeza en el aire de un sueño ligero. Allí abajo sigue el hormigueo de la calle que me arrastra a sentirme sin camino. Bajo la mirada, y encuentro unos dedos arrancándose pellejos. Son como el instinto de rivalidad que lucha sin causa. Sólo un poquito más, dice el pensamiento de la pasajera que ha ocupado el asiento de atrás. Más para llegar al perverso infinito, siempre cerca e inalcanzable. Una vida insuflada de sueños vacios que se multiplican y cobran sentido con el sin sentido de vivir en el espejismo de no controlar el curso de nuestra existencia. Otra vez ya no soy yo, soy ellos, y me sonríen desde dentro y yo asiento y les abrazo de nuevo. Otra vez soy yo, sonrío y reconozco la esencia de esas personas en el devenir de mis pensamientos. La mano invisible me balancea entre esas dos fuerzas que tiran de mí para ahogar mi voluntad y perderme en el remolino de corazones solitarios.

El autobús se aleja de la ciudad por una carretera sin curvas, sin árboles, solo las líneas amarillas que limitan los bordes de la calzada. Más límites, pero mis ojos las sobrevuelan con facilidad, aunque ellas no mi quiten el ojo de encima. Veo el paramo, pero las líneas incansables siguen allí, esperándome para que me refugie en el descanso cómodo de vivir sin libertad.

Robiol.

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