Salar de Uyuni

Cada mañana la pequeña ciudad de Uyuni se convierte en un desfile de 4x4s, listos para adentrarse en los salares y desiertos, donde la vida es rara y bella. Decenas de vehículos cargan el pack de 6 turistas, una botella de gas, un bidón de gasolina y víveres para tres días. Para salir de Uyuni hay que atravesar cuatro calles polvorientas y un denso cinturón de bolsas de basura que rodea la ciudad.

Estamos en camino y pronto divisaremos el salar. ¿Cómo será? ¿Blanco, seco? Las ruedas dejan el asfalto y corretean ahora sobre una tierra árida, la alfombra roja, la antesala del salar. Allí está, allí en el horizonte inmediato, un estallido de luz, una losa blanca que se funde con el más allá. La textura de los neumáticos sobre las formas hexagonales que forma la sal es suave. Piensas e intentas entender que todo lo que ves, fue una vez, un trozo del Pacífico que se encaramó a las montañas que salían del fondo del mar. Aquel pedazo del océano se aventuró en un viaje inexplicable que lo elevó a 4000m de su hogar. ¿Y cuánta agua llegó a haber para que quedase un estrato macizo de sal de más de 10m de espesor? De aquella expedición marina nos queda hoy un esqueleto inmenso, una gigantesca estatua de sal que yace sobre las faldas de ciclópeos volcanes.

En medio del salar hay una mota de vida, una isla de cactus gigantes, algunos con mil años de edad. Es la Isla de Incahuasi, la última frontera del desaparecido imperio Inca. Este trozo de roca, que estuvo debajo del mar, está ahora por encima de la sal, y la cima que despunta del desierto blanco se corona por un arco fosilizado de coral.

Salar de Uyuni - Isla Incahuasi

Tras horas rodando por encima de la sal, por fin dejamos, con un suspiro, el salar atrás. Los volcanes vuelven a ser los señores del lugar, y aparecen a ambos lados del camino. Bordeamos la frontera con Chile y penetramos en un desierto de colores, de ríos de arena roja y blanca, de rocas en medio de la nada que escupió alguna erupción volcánica. Grava, piedrecitas, piedras, rocas y arena forman texturas y arcoíris ocres. El polvo se cuela por los recodos del vehículo, nos seca la garganta y nos empaña el vidrio de las gafas. Al otro lado de esas montañas se extiende el desierto de Atacama. Como un engaño para los sentidos, bordeamos una ladera y aparece una laguna blanca punteada de flamencos que pastan sobre sus aguas. Más allá, una de color roja, otra de color verde, y así el desierto se va coloreando con estos oasis imposibles, sobrevolados también por la gaviotas.

Al caer la noche del tercer día, llegamos de nuevo a Uyuni, después de 1000 km agotadores, bajo un sol tan hostil como el desierto donde aterrizaba en picado. Después de tantos días observando la nada, vuelves la mirada hacia dentro y te topas con un poso de sal, una roca y detrás de un grano de arena, tu yo, que abrumado con tanta ausencia de vida, vuelve a respirar.

Robiol.

2 comentarios:

el faro dijo...

Caprichos de la naturaleza. Cuantos colores en tanta nada.
Haceis unas fotos fantásticas..

Anónimo dijo...

se parece un poco a los chotts de Túnez, no Noemí?
os sigo... de cerca :)

un beso!