Conducir en Perú

Hemos entrado en Perú por La Balsa, nombre que adquirió el puesto fronterizo por la embarcación que lleva este nombre. Así, durante muchos años Perú y Ecuador estuvieron unidos por una cuerda que permitía arrastrar la embarcación. Ahora el Río Blanco se puede superar por un puente que se cruza a pie. Por aquí no pasan más de 50 personas al día, y el acceso por ambos lados es una pista de tierra de varias decenas de kilómetros, que lucha por no desaparecer bajo los movimientos de tierra que provocan las lluvias.

Estamos en Perú, en la parte norte de la cordillera. Ayer conseguimos llegar a Chachapoyas desde San Ignacio en lo que fue uno de los trayectos más surrealistas que hemos hecho hasta ahora. La carretera que une estas dos poblaciones está en obras y el tráfico solo circula a primera hora de la mañana, al medio día y en la última hora de la tarde, que fue cuando pasamos nosotros. Para hacer los últimos 150 km hasta Chachapoyas seguimos los consejos de los lugareños de Bagua Grande, y dejamos las combis y los autobuses para subirnos en un coche.

Salimos media hora antes de que abriesen el paso para colocarnos en la parrilla de salida, que se situaba a las afueras de la ciudad, donde ondeaban los letreros de los últimos restaurantes de carretera. Camiones, moto-taxis, combis, coches, autobuses, motos y bicicletas se apretaban cada vez más para conseguir el mejor lugar a lo largo de la carretera. Mientras tanto los huequecitos y pasillos que quedaban a lo largo de la hilera de vehículos eran recorridos por los vendedores ambulantes que ofrecían manís caramelizados, cocos pelados, helados, zumos, tapas de pollo y tamales. A las 6 en punto, con la luz tenue de la noche que estaba por llegar, un semáforo invisible dio la salida. Valía todo menos chocar para ponerse a la cabeza del grupo. Todo significaba, pisar a fondo el acelerador, invadir el carril contrario apartando el tráfico que venía de frente, cruzar por los espacios vacios de los restaurantes y hacer sonar la bocina cuanto más mejor. En pocos minutos se levantó una espesa nube de polvo que no abandonamos hasta conseguir encabezar la estampida que devoraba quilómetros de barro. El marcador de nuestro coche marcaba 0 kmh, pero os aseguro que no se podía ir más rápido. Pasábamos a milímetros de los vehículos que adelantábamos y nadie nos adelantó a nosotros. Piedras y gravilla rascaban constantemente el chasis del coche mientras nuestro conductor, con espaldas que le sobresalían del asiento, mantenía una animada conversación con el copiloto. Nosotros nos mirábamos atónitos e intentábamos esquivar con el cuello los obstáculos que se nos iban viniendo encima, e iban quedando atrás milagrosamente. Cuando se hizo de noche, la masa de tráfico había quedado muy atrás e íbamos prácticamente solos por la oscuridad. Los enormes camiones que venían de frente parecían orugas gigantes de metal que se contorsionaban para avanzar por la accidentada carretera en obras. Los faros de nuestro coche proyectaban sombras en los baches más grandes que superábamos a volantazo limpio fuera la que fuese nuestra velocidad. A ambos lados iban quedando trabajadores de la obra que centelleaban con sus reflectores. Pero nosotros íbamos a una velocidad que no daba para parar y recogerlos.

Después de mucho polvo, baches y derrapadas llegó el asfalto, con el silencio se nos destensó el corazón y dormimos el último tramo hasta Chachapoyas.

Robiol.

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