Phnom Penh

Todas las mañanas, al despertar con el primer guiño de luz, Pho aun puede oír los cacareos de los gallos de su infancia, sobre el silencio de una ciudad que se asomaba puntual al filo de un nuevo día. La costumbre de muchos días guía sus pies desnudos a través de la oscuridad, pisando allí donde la madera cruje sin grandes estridencias. Su mujer, su madre, su abuelo, sus 5 hijos y un primo que está de visita, siguen durmiendo. Consigue sortearlos sin gran dificultad y desaparece por la cortina que separa el dormitorio comunitario de la sala donde se hace todo lo demás. La parte trasera de la casa se asoma al lago Boeng Kak, una masa de agua verde en medio de la ciudad, donde los mosquitos se multiplican por millones y los peces se confunden entre la basura, los excrementos y sus propios muertos. Pho se encarama al borde de un tablón y se asea. Al lado del altar está su uniforme de guardia de seguridad, que desengancha de la percha para vestirse. Antes de salir coloca dos barritas de incienso ante el pequeño buda y se arrodilla ante él para hacer sus plegarias.

Sale de casa y atraviesa una calle oscura con montoncitos de basura cuidadosamente apilados. El billar dónde pasa las tardes apostando con los amigos está sin público y el suelo aún está pintarrajeado con cruces rojas y blancas de partidas de 4 en raya que hacen los conductores de Tuc Tucs para matar el tiempo sin clientela.

Los pequeños comercios de su barrio aun no han abierto, pero la moto con su cafetería como sidecar ya tiene los fogones calientes y el vendedor se nubla tras la cortina de vapor.

A dos esquinas de su casa sus pasos le llevan a Moulevard St, una calle de seis carriles cargada de motos, tuc tucs, coches y bicicletas. La recorre mirando hacia atrás, buscando el improbable hueco en el tráfico por donde se pueda colar para cruzar al otro lado. Alza la vista y sus ojos se dilatan para poder digerir el primer rascacielos. Siente de repente una gran angustia, un recelo que no sabe si viene de ese mundo de gigantes o de su mundo de polillas nocturnas y tablones de madera. Se estira la camisa del uniforme gastado para infundirse seguridad y derecho para acceder al mundo de cristal donde trabaja.

Atraviesa una avenida de bancos que se suceden a ambos lados, dividida por frondosos árboles que refrescan el aire del sol del medio día. En el mercado central ve como las mujeres preparan el pescado que sus maridos han traído del Mekong y siente en el vaivén de la gente que ha vuelto a su mundo. Pero sólo a una manzana vuelve a sentir el destierro mientras se acerca a la entrada del centro comercial donde pasa las jornadas de trabajo que le permiten juntar unos pocos dólares a final de mes.

Ya en el interior de la pecera saluda a los compañeros que han hecho el turno de noche. El aire acondicionado le susurra placeras al oído que le llevan a las fantasías de todos los días. Trabaja en la tercera planta, al pie de las escaleras mecánicas. Pocas veces hay altercados y si los hay todo se resuelve discretamente para no perturbar a los clientes. A veces se le acerca algún turista despistado que le hace sonrojar cuando le habla en inglés. El turista se acaba yendo con una sonrisa que acaba en mueca, y él se queda absorto con el parloteo de la radio y las agujas del reloj.

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