Rozando apenas el Parque Natural del Amboró

En el camino que va de Sucre a Sta. Cruz, se encuentra Samaipata, un pueblecito situado en el codo de los Andes, justo en la esquina del triángulo formado por el Chaco, el Amazonas y los Andes. Aquí puedes encontrar bosques nublados de helechos gigantescos o secos cañones de montañas peladas con algún cactus despistado apuntando al cielo.

De la mano de Carmelo, salimos una mañana de excursión por el umbral del Amboró, uno de los parques naturales más grandes de Bolivia, flanqueado por una muralla de inaccesibles montañas. La temporada de lluvias ya debería de haber empezado, así que fuimos adentrándonos en esa pequeña selva empujados por un húmedo viento y bajo la mirada gris de las vastas nubes agazapadas en las cumbres. El verde y el rojo son los colores que se apoderan de tus pupilas; el espesor de la selva es de un verde penetrante y se combina con el rojo ladrillo del barro del camino. Sólo a veces, estos dos colores se ven pespunteados por una ráfaga de intenso amarillo o azul que pasa veloz con el revoloteo de una gran mariposa.

Atentos al ruido del bosque, cada tres pasos, nos paramos, escudriñamos la maleza, dejamos pasar unos segundos, y continuamos avanzando. El ruido del bosque te habla con un murmullo de hojarasca seca y el crujir chirriante de las cortezas de las palmeras. O de repente te grita, con el agudo graznido de algún tucán, kurubú o oropéndula en pleno vuelo. O se calla con el silencio de los segundos que quedan suspendidos tras el salto inesperado de algún insecto. También te cuenta con el borboteo cansado y metálico del rio; o te advierte, con el fragor del repique de dos troncos contra el viento. Todo forma parte de un discurso intenso, lleno de sentido, que silencia nuestras palabras. Allá, en las profundidades verdes, no se te ocurre objetar.

Una osada serpiente se nos enfrentó, mordaz, en la grieta de un camino, una iguana gigante huyó ágilmente bajo las ramas ante nuestros pasos, y multitud de coloridas aves nos observaban poderosas entre el reino de sus ramas. Mientras tanto, nosotros avanzábamos lentos y torpes, espantando a manotazos las nubes de mosquitos, tropezando con lianas que se nos aferraban a los pies, pinchándonos a cada rama, y resbalando por el pegajoso fango. Pasos desgarbados de botas de gran ciudad.

Todavía se escuchan las risas en lo más profundo de la implacable selva…

Rajol.

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